De radios y camelias

Se trata de hacer propio un rinconcito de todo este espacio gigante, en el que no somos nadie pero en donde todos existimos. Se trata de hacer un hueco a esa palabra... más arriba, más abajo, a un lado o del revés. Se trata de abrir los ojos, alzar la mano, tener una voz y ser consciente de que todo, todos, aportamos, importamos.

martes, 26 de junio de 2007

De necedades y realidades

Al otro lado del teléfono ser fuerte parece más fácil. Mientras él habla, tú preparas el ordenador, subes la regleta del teléfono, activas el micrófono y haces click para empezar a grabar. Un folio con un montón de preguntas bien estructuradas. Escuchas, en silencio, y las realidades se empiezan a confundir. Él, encadenado, habla con la atroz fatiga de la desesperación. Yo, sentada, suelto el bolígrafo y mis preguntas dejan de tener sentido. Él, en la quimera del creer. Yo, en lo mezquino de tener. Él, con su sinceridad, dilapidó mis intenciones. Yo, con mi osadía, abrí una ventana sin esperanza en las tinieblas que le rodean. Él llora. Yo, lloro. La cabina se hace absurda. Y más absurda es la necedad de saber que yo me iré. Me iré a dormir. Y, mientras, él se quedará esperando.

martes, 19 de junio de 2007

De pasiones y perfidias

Los hielos volteaban en su vaso de ginebra, que miraba como si le auguraran la frase siguiente. Tenía una botella de agua al lado que no usó. Las grandes mejillas hacían sus ojos aún más chicos, tras esas gafas -anteojos, para él- que llevan tantas y tantas letras consumidas.
Me contaba sus conversaciones con el Presidente con la naturalidad que da el darse cuenta de que en el suelo se vive mejor; sabiendo que, por el momento, los hedonismos de lo que él allí representa aquí no valen, no sirven de nada. Se acordaba de su Guayabal natal y de cómo era su vida cuando llegó a la gran ciudad.
La fatiga le ahogaba el pecho divagando sobre cómo será cuando regrese. Si regresa. Me hablaba sobre la degradación del hombre, sobre pasiones secretas y pequeñas libertades descubiertas.
Y a mí me sorprendió allí, embelesada, en el bálsamo de una escucha que me hubiera gustado no terminar, en medio de los delirios y perfidias de la Gran Vía.

martes, 12 de junio de 2007

La Fayette St

Tenía hambre... y en ese momento se arrepintió de no haber rellenado el hueco de su mochila con el paquete de galletas que le preparó su madre. Pero a penas podía con lo puesto, la maleta azul y su gato, que se lo había llevado en caso de faltarle un abrazo. Se estaba portando bien, después de todo, el tranquilizante le hizo efecto.
El viaje fue eterno. Le resultó imposible comprimir su vida en un espacio de 39x55. Pero estuvo esperando durante tanto tiempo que no le importó saber que se olvidaba de la mitad. "Es igual", pensó, "ahí no está lo importante".
Se acordaba con melancolía del día que sentó a su madre a escuchar aquella entrevista. Siempre se alegró de haberlo hecho. Ahora estaba lejos, y con un pie al borde de lo que siempre había buscado. Soñado.
Contó suficientes estaciones como para saber cuál sería la siguiente. Se incorporó. Cogió a su gato. Y se vio en la estación, en medio del ir y venir de la rutina de la gente. Estaba ahí. Con ese olor intenso al que nunca se terminaría de acostumbrar. Por fin estaba ahí. Pensando... "¿y ahora qué?".

martes, 5 de junio de 2007

De radios y camelias

Su esposo era español y, durante algunos años, había estado viajando por España por su condición de diplomática y embajadora de los Derechos Humanos, defendiendo en sus conferencias el derecho natural del las personas de vivir en libertad y en paz. Desde hace un tiempo, ya no podía hacerlo.
Durante la última semana su cabeza había estado trabajando a mil. Algo le decía que Herbin le traería su regalo, el sentido de su vida durante los últimos... quizás meses, quizás siglos.
Tumbada en el suelo sus entrañas, ya inertes de tanto arder de rabia y dolor, despertaron al escucharla. Su voz, seguía siendo dulce a sus 63. Contaba el parte mensual de su familia, de esa manera tan maternal que ella sólo sabía, desde la última vez que la escuchó. Al día siguiente sería el cumpleaños de su niña, y le regalaría por ella unos zapatos de charol de unos 5.000 pesos, que le servirían para el día de su comunión.
Su compañera dormía pegada a ella. Se movió, y le siseó para que parara; porque el ruido de las cadenas que las unía por el cuello no le dejaba escuchar bien.
Su madre se despidió, le dijo que la amaba, y con amarga resignación pensó: yo también les amo, yo también... Y no pudo evitar volver a llorar en mitad del silencio.
No supo cuánto tiempo había pasado, perdió toda noción hace ya... el sol comenzaba a hacerse notar, aunque se había acostumbrado, a la fuerza, a la humedad que provocan el calor y la selva.
De repente se vio atenta, quizás con las lágrimas secas o los ojos vacíos, a las palabras de Darío Arizmendi. "Siempre fiel a ti, Darío", solía pensar. Y es que la radio se convirtió en su único enganche a la vida. Contaba el periodista cómo los terroristas habían decidido volver a atentar en su querida España. Y pensó en las veces que ella había luchado, desde su posición, contra el mal ajeno teniendo el lobo en su propia casa. No se arrepentía. Simplemente se sentía desprotegida.
Había echado de menos escuchar en las noticias referencias de la "Madre Patria", en su intermediación en este proceso del que dependía su libertad... que en el fondo le parecía era tan probable como lanzar una moneda al aire y que cayera de canto. Pero su esperanza estaba ahí y era lo único a lo que se podía agarrar. A eso, y a la radio. Y en la radio no estaba España, ésa que hoy tanto apelaba a la cooperación internacional.
"Ja!", pensó. Pero se lo perdonó. No cabía en ella ningún reproche... sólo quería volver a sentarse en aquel banquito de la plaza Bolívar de su querida Cartagena, y leerle un cuento a su niña, entre camelias y sones.


lunes, 4 de junio de 2007

Mapas sin sombrero


Tenía el mapa sobre las piernas. La tonta herencia de la casualidad le hizo soltar una vaga sonrisa al darse cuenta de que había abierto la página justo donde descansaba el viejo Medina Sidonia. Pero estaba demasiado lejos. Se acordó de las tardes de Lisboa, que tantas sorpresas le habían dado.

Pero la imagen de aquella mujer, llorando, contándole su historia sin un resquicio de miedo, le atormentaba. Y su marido, enfermo, que no paraba de escribir y escribir, a sabiendas de que no serviría de nada... sólo convencido por la causa.

Entonces se acordó de él. De que le habían intentado convencer, a pesar de todo, para que no se comprara aquel sombrero... Nunca supimos si fue lo mejor. Quizás fuera tarde... quizás demasiado pronto.

Mientras, continuaba el trovador a la vuelta de alguna esquina que no alcanzaba a ver, descalzo, en medio de ese inconfundible olor a yuca cocida. Tocaba su canción. La mezcla de los acordes con la humedad y la sal, le erizó la piel. Le encogió el hígado, como con regocijo, hasta conseguir que la vista se le nublara con cortinas de lágrimas. En ese momento fue más consciente que nunca de que estaba allí, en su coche destartalado, frente al Malecón, sin encontrar la calle en el mapa de la ciudad en la que había decidido irse a perder.