De radios y camelias

Se trata de hacer propio un rinconcito de todo este espacio gigante, en el que no somos nadie pero en donde todos existimos. Se trata de hacer un hueco a esa palabra... más arriba, más abajo, a un lado o del revés. Se trata de abrir los ojos, alzar la mano, tener una voz y ser consciente de que todo, todos, aportamos, importamos.

miércoles, 10 de octubre de 2007

De huellas y credos

Mucho se ha hablado estos días de la muerte de un héroe. Quizás demasiado. Mucha ha sido la paraferanalia con tanto acto de conmemoración de los que, casi al final, dejaron de estar a su lado. Celebraciones, 40 años después, para colgar medallas a los que no las merecen y que ahora alaban a la figura del mito más que a la presona.
Para mí ésta última y su recuerdo de poesía gauchesca. Mi labor era de intérprete en la selva; algo que pude haber hecho aún sin aprender español, con el lenguaje intrínseco de las miradas que promueven los paisajes de okumés.
Fueron duros
aquellos meses del 65... había ido con unas espectativas que no veía reflejadas en los guerrilleros locales. No se encontraba así mismo y dudaba de la visión que el resto tenía de él. Cierto es que dejaba mucho atrás. Pero no tenía él esas ínfulas de protagonismo ministerial que rechazó, como decía, porque se defraudaba a sí mismo, a su esencia. Sabía de la valía de los países del tercer mundo y era un hombre que creía, que vivía por y para la Revolución (esto no es ningún secreto).
Años después se presentó, en mi apartamento de Budapest, en el número 20 de Ve Smečkách, Juan Coronel, antiguo responsable de la Comisión Nacional de Prensa del Partido Comunista Boliviano y cónsul en Campo Grande. El diplomático traía recuerdos de Cochabamba y algo más. Su destino era pasar por Moscú y, aunque se negó en revelarme para qué, se sentía vigilado por el Kremlin y necesitaba su visto bueno antes de llegar a La Habana.
Era un maletín de cuero, de un marrón envejecido, con dos hebillas de color cobre que precintaba la valija. Estaba forrada en su interior por un terciopelo rojo, con una forma que guardaba las proporciones perfectas para ajustarse al bote. A aquel horrible bote.
Llamó al telefonillo. Subió andando, corriendo, los tres pisos, me dio un beso en la mejilla izquierda y buscó en la pared la correa para bajar la persiana. Me pidió que me sentara y un vaso de agua. Y lo abrió. Sabía que era asunto de secreto de Estado, pero era la primera vez que lo veía. Empezó a vomitar.
Se me calló el alma a los pies al
ver sus dedos. Largos y finos, pero firmes. Y blancos. Muy blancos a pesar del formol, que le daba aspecto de podridos. Quizás porque estaban muertos. Al animal que llevó a cabo la misión, debió haberle costado... pues sus muñecas tenían una forma irregular: había cortado con un instrumento inadecuado.


jueves, 4 de octubre de 2007

Son las diez, las nueve en Canarias

Si escuchara hoy la radio se sorprendería siendo portada del Informativo. Hoy, otros hacen el trabajo por él; y él, es el protagonista por lo que nunca lo tuvo que ser. Él es la noticia y otros, los que la cuentan.

Una día, allá por abril... a finales, o a principios de mayo, me crucé con él sin esperármelo. Salía del estudio, con la mente puesta en la noticia que acababa de leer. Iba acompañado de ni siquiera me fijé en quién. Tenía buen aspecto. Llevaba la gorra que debía haberle acompañado durante estos meses atrás. Tenía un buen color. Y sonreía. Salía del estudio y casi nos chocamos, de hecho, creo que le pisé. No supe reaccionar de manera más inteligente... le dije: ¡hombre, Carlos! ¿qué tal?. Él contestó: ¡pues muy bien, no ves que al final no me muero!