De huellas y credos
Mucho se ha hablado estos días de la muerte de un héroe. Quizás demasiado. Mucha ha sido la paraferanalia con tanto acto de conmemoración de los que, casi al final, dejaron de estar a su lado. Celebraciones, 40 años después, para colgar medallas a los que no las merecen y que ahora alaban a la figura del mito más que a la presona.
Para mí ésta última y su recuerdo de poesía gauchesca. Mi labor era de intérprete en la selva; algo que pude haber hecho aún sin aprender español, con el lenguaje intrínseco de las miradas que promueven los paisajes de okumés.
Fueron duros aquellos meses del 65... había ido con unas espectativas que no veía reflejadas en los guerrilleros locales. No se encontraba así mismo y dudaba de la visión que el resto tenía de él. Cierto es que dejaba mucho atrás. Pero no tenía él esas ínfulas de protagonismo ministerial que rechazó, como decía, porque se defraudaba a sí mismo, a su esencia. Sabía de la valía de los países del tercer mundo y era un hombre que creía, que vivía por y para la Revolución (esto no es ningún secreto).
Años después se presentó, en mi apartamento de Budapest, en el número 20 de Ve Smečkách, Juan Coronel, antiguo responsable de la Comisión Nacional de Prensa del Partido Comunista Boliviano y cónsul en Campo Grande. El diplomático traía recuerdos de Cochabamba y algo más. Su destino era pasar por Moscú y, aunque se negó en revelarme para qué, se sentía vigilado por el Kremlin y necesitaba su visto bueno antes de llegar a La Habana.
Era un maletín de cuero, de un marrón envejecido, con dos hebillas de color cobre que precintaba la valija. Estaba forrada en su interior por un terciopelo rojo, con una forma que guardaba las proporciones perfectas para ajustarse al bote. A aquel horrible bote.
Llamó al telefonillo. Subió andando, corriendo, los tres pisos, me dio un beso en la mejilla izquierda y buscó en la pared la correa para bajar la persiana. Me pidió que me sentara y un vaso de agua. Y lo abrió. Sabía que era asunto de secreto de Estado, pero era la primera vez que lo veía. Empezó a vomitar.
Se me calló el alma a los pies al ver sus dedos. Largos y finos, pero firmes. Y blancos. Muy blancos a pesar del formol, que le daba aspecto de podridos. Quizás porque estaban muertos. Al animal que llevó a cabo la misión, debió haberle costado... pues sus muñecas tenían una forma irregular: había cortado con un instrumento inadecuado.
Para mí ésta última y su recuerdo de poesía gauchesca. Mi labor era de intérprete en la selva; algo que pude haber hecho aún sin aprender español, con el lenguaje intrínseco de las miradas que promueven los paisajes de okumés.
Fueron duros aquellos meses del 65... había ido con unas espectativas que no veía reflejadas en los guerrilleros locales. No se encontraba así mismo y dudaba de la visión que el resto tenía de él. Cierto es que dejaba mucho atrás. Pero no tenía él esas ínfulas de protagonismo ministerial que rechazó, como decía, porque se defraudaba a sí mismo, a su esencia. Sabía de la valía de los países del tercer mundo y era un hombre que creía, que vivía por y para la Revolución (esto no es ningún secreto).
Años después se presentó, en mi apartamento de Budapest, en el número 20 de Ve Smečkách, Juan Coronel, antiguo responsable de la Comisión Nacional de Prensa del Partido Comunista Boliviano y cónsul en Campo Grande. El diplomático traía recuerdos de Cochabamba y algo más. Su destino era pasar por Moscú y, aunque se negó en revelarme para qué, se sentía vigilado por el Kremlin y necesitaba su visto bueno antes de llegar a La Habana.
Era un maletín de cuero, de un marrón envejecido, con dos hebillas de color cobre que precintaba la valija. Estaba forrada en su interior por un terciopelo rojo, con una forma que guardaba las proporciones perfectas para ajustarse al bote. A aquel horrible bote.
Llamó al telefonillo. Subió andando, corriendo, los tres pisos, me dio un beso en la mejilla izquierda y buscó en la pared la correa para bajar la persiana. Me pidió que me sentara y un vaso de agua. Y lo abrió. Sabía que era asunto de secreto de Estado, pero era la primera vez que lo veía. Empezó a vomitar.
Se me calló el alma a los pies al ver sus dedos. Largos y finos, pero firmes. Y blancos. Muy blancos a pesar del formol, que le daba aspecto de podridos. Quizás porque estaban muertos. Al animal que llevó a cabo la misión, debió haberle costado... pues sus muñecas tenían una forma irregular: había cortado con un instrumento inadecuado.
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