11-S y 11-S
Comía puré. Lo mismo que llevaba comiendo durante los últimos catorce meses. Variaban mucho, eso sí, procuraban no repetir ingredientes en la misma semana. Pero ella no alcanzaba a notar más que el frío o el calor. O los garbanzos. Si era de garbanzos reñía a la enfermera con un genio que debía guardar debajo de la cama, porque en sus costillas no cabía. Pero es que siempre había odiado los garbanzos y, de eso, se acordaba. De eso y de fumar. Una amiga suya, la Juana, le llevaba cigarros a escondidas. La conoció en sus días de exilio, y la cobijó como a una hija. Y ahora, en este camino de ida y vuelta que es la vida, la mujer se propuso devolverle tanto favor prestado. Siempre que pasaba por Madrid la iba a ver, y escondía algunos paquetes en la estantería, debajo de los camisones. A ella se le había olvidado hasta hablar, pero sabía que aquella señora vestida de negro cuidaría de que nunca le faltara un capricho.
Sus nietos la visitaban y leían para ella. Uno de ellos quería ser poeta y le inspiraba tanto silencio compartido. Sus canas le sugerían versos y su olor, sus dedos entumecidos, su mentón descolorido... su piel. Sus uñas amarillas, sus surcos con historias, sus pequeños ojos grises y su sonrisa... cuántas cosas había vivido antes de poder fabricar esa sonrisa.
Su cuarto estaba casi vacío. Tenía una foto en blanco y negro del amor de su vida. José, aparecía apoyado en una mocheta, muy elegante, con aquel traje de la época. Las manos entrelazadas y una sonrisa -otra sonrisa- que no correspondía a las complicaciones de sus vidas en aquellos años. Por eso siempre le amó. Tenía una radio que le gustaba tener encendida, como si fuera la banda sonora de su vida; y un vaso de agua, encima de la mesilla. En su día dijo no querer nada más. Se obcecó en que sólo quería tener con ella las cosas importantes y limpió su mueble de joyeros y recuerdos; descolgó un cuadro, el espejo de madera que le regaló su hermana e incluso quitó la lámpara para dejar la bombilla, el casquillo y el cable al descubierto. El estado de su habitación le hacía parecer todavía más vieja.
Aquella, era una tarde más. Recostada en su cama, se intentaba quitar el esparadrapo que le sujetaba la vía del suero al brazo; pero ni para eso tenía fuerzas. Ella miraba a la nada mientras el nieto recitaba. La radio se escuchaba lo suficiente para que ambos se dieran cuenta de que cortaron la programación, para hacer una retransmisión especial. Algo pasaba. Era 11 de septiembre y se temieron lo peor. Por fin salió esa voz, tan reconocible para ella, y lo contó: Fidel había muerto.
Se incorporó y a duras penas encendió un cigarro. Se volvió a recostar, soltó una diminuta carcajada irónica, y dijo: ¡Pepe, viva la Revolución!
Sus nietos la visitaban y leían para ella. Uno de ellos quería ser poeta y le inspiraba tanto silencio compartido. Sus canas le sugerían versos y su olor, sus dedos entumecidos, su mentón descolorido... su piel. Sus uñas amarillas, sus surcos con historias, sus pequeños ojos grises y su sonrisa... cuántas cosas había vivido antes de poder fabricar esa sonrisa.
Su cuarto estaba casi vacío. Tenía una foto en blanco y negro del amor de su vida. José, aparecía apoyado en una mocheta, muy elegante, con aquel traje de la época. Las manos entrelazadas y una sonrisa -otra sonrisa- que no correspondía a las complicaciones de sus vidas en aquellos años. Por eso siempre le amó. Tenía una radio que le gustaba tener encendida, como si fuera la banda sonora de su vida; y un vaso de agua, encima de la mesilla. En su día dijo no querer nada más. Se obcecó en que sólo quería tener con ella las cosas importantes y limpió su mueble de joyeros y recuerdos; descolgó un cuadro, el espejo de madera que le regaló su hermana e incluso quitó la lámpara para dejar la bombilla, el casquillo y el cable al descubierto. El estado de su habitación le hacía parecer todavía más vieja.
Aquella, era una tarde más. Recostada en su cama, se intentaba quitar el esparadrapo que le sujetaba la vía del suero al brazo; pero ni para eso tenía fuerzas. Ella miraba a la nada mientras el nieto recitaba. La radio se escuchaba lo suficiente para que ambos se dieran cuenta de que cortaron la programación, para hacer una retransmisión especial. Algo pasaba. Era 11 de septiembre y se temieron lo peor. Por fin salió esa voz, tan reconocible para ella, y lo contó: Fidel había muerto.
Se incorporó y a duras penas encendió un cigarro. Se volvió a recostar, soltó una diminuta carcajada irónica, y dijo: ¡Pepe, viva la Revolución!
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