Su esposo era español y, durante algunos años, había estado viajando por España por su condición de diplomática y embajadora de los Derechos Humanos, defendiendo en sus conferencias el derecho natural del las personas de vivir en libertad y en paz. Desde hace un tiempo, ya no podía hacerlo.
Durante la última semana su cabeza había estado trabajando a mil. Algo le decía que Herbin le traería su regalo, el sentido de su vida durante los últimos... quizás meses, quizás siglos.
Tumbada en el suelo sus entrañas, ya inertes de tanto arder de rabia y dolor, despertaron al escucharla. Su voz, seguía siendo dulce a sus 63. Contaba el parte mensual de su familia, de esa manera tan maternal que ella sólo sabía, desde la última vez que la escuchó. Al día siguiente sería el cumpleaños de su niña, y le regalaría por ella unos zapatos de charol de unos 5.000 pesos, que le servirían para el día de su comunión.
Su compañera dormía pegada a ella. Se movió, y le siseó para que parara; porque el ruido de las cadenas que las unía por el cuello no le dejaba escuchar bien.
Su madre se despidió, le dijo que la amaba, y con amarga resignación pensó: yo también les amo, yo también... Y no pudo evitar volver a llorar en mitad del silencio.
No supo cuánto tiempo había pasado, perdió toda noción hace ya... el sol comenzaba a hacerse notar, aunque se había acostumbrado, a la fuerza, a la humedad que provocan el calor y la selva.
De repente se vio atenta, quizás con las lágrimas secas o los ojos vacíos, a las palabras de Darío Arizmendi. "Siempre fiel a ti, Darío", solía pensar. Y es que la radio se convirtió en su único enganche a la vida. Contaba el periodista cómo los terroristas habían decidido volver a atentar en su querida España. Y pensó en las veces que ella había luchado, desde su posición, contra el mal ajeno teniendo el lobo en su propia casa. No se arrepentía. Simplemente se sentía desprotegida. Había echado de menos escuchar en las noticias referencias de la "Madre Patria", en su intermediación en este proceso del que dependía su libertad... que en el fondo le parecía era tan probable como lanzar una moneda al aire y que cayera de canto. Pero su esperanza estaba ahí y era lo único a lo que se podía agarrar. A eso, y a la radio. Y en la radio no estaba España, ésa que hoy tanto apelaba a la cooperación internacional. "Ja!", pensó. Pero se lo perdonó. No cabía en ella ningún reproche... sólo quería volver a sentarse en aquel banquito de la plaza Bolívar de su querida Cartagena, y leerle un cuento a su niña, entre camelias y sones.