El destape
Caminaba por la avenida con prisa, casi corriendo. Extraño en ella, que transmite serenidad con cada gesto. Sobre todo cuando habla. Pero esa mañana no tenía tiempo para decir nada. Al revés. Le faltaba el aire. Confluían en su pecho una sensación de angustia y de ahogo. Pero no podía parar. La niebla confundía las luces de los semáforos con las farolas y los neones que quedaban encendidos a deshora. Le chorreaba la lluvia por la cara. No había tenido tiempo para abrocharse la gabardina y sentía las gotas resbalar por su piel, bajo el cuello arrugado de la camisa. Llovía desde anoche pero no pudo pensarlo mientras se vestía. Sólo quería llegar. Hubiera deseado en ese momento estar tumbada en el sofá, y encontrar por la radio la normalidad que le trae esa voz que nunca ha visto. Tenía los dedos congelados y los sentía estrangulados por el peso de las bolsas. Pero no podía parar. Llegó al portal. La cerradura seguía suelta y, de una patada, abrió la puerta. Estaba sucia, descascarillada y oxidada, mezcla de humedad y de años. Subió los escalones de dos en dos a pesar de la fatiga. La puerta estaba entreabierta. Tiró las cosas. Se secó la frente. La bombilla estaba a punto de fundirse y su chasquido parecía atronador en medio de tanta nada. Llegó a la cocina y empezó a vomitar: la cajita azul de la encimera estaba abierta.